Una mañana

Las seis y media de la mañana. Al salir a la calle, el coche completamente cubierto de escarcha. Me enfundo en los guantes, agarro el raspador e intento limpiar un boquete lo suficientemente grande como para no despeñarme de camino al trabajo. Tras 10 minutos de mis esfuerzos unidos a los del coche, que se portó de maravilla encendiéndose a la primera y ronroneando sin interrupciones mientras echaba aire caliente al cristal, aparece un ventanuco por el que se puede atisbar con medio ojo. Suficiente.

Dentro del coche no hace frio, al menos no mucho, y la sensación es muy acogedora. Un rinconcito mio, personal, con las ventanas blancas que me recuerdan los inviernos en Rusia, cuando el abuelito Frio venía a pintar paisajes de encaje helado en las ventanas. Ese mismo diseño que todos se esfuerzan tanto en conseguir en sus ventanas por Navidad con pinturas, imitación de nieve de los chinos y algo de talco. Y lo adornan con muerdago como en las mejores familias americanas.

Y todo eso para intentar regresar a esas noches que todos guardamos en los recuerdos. Noches de soledad. La oscuridad en la casa y fuera de ella. El cristal blanco que aclaras con la respiración cálida y te quedas ahí. Quieto. Sin prisas. Observando. Fundiendote con la oscuridad y el silencio. Feliz.

El cristal escarchado no duró mucho. Pero la sensación se quedó conmigo. Es una buena manera de empezar la semana.

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