Un recuerdo

No se por que ha venido, quizas por exceso de lectura de artículos de Perez-Reverte con su acidez y mala leche. En cualquier caso, llevo un buen rato recordándolo y rabiando.

Lo dicho, fue hace muchos años, en aquella época en la que aun visitaba a mis abuelos cada verano en Cantabria. Estaba de regreso a casa, en el tren, uno de los de antes, con asientos blandos y cafetería en la que se podía fumar. Tras 2 horas de mirar por la ventana y contar toros, túneles y rios decidí ir a esa cafetería a tomarme un café. Llevaba un montón de dinero, obsequio de mi abuela, 5 mil pesetas, una cantidad tremenda para una cría de 15 o 16 años que solía pasar la semana con 20 duros de paga (en el caso de que no estuviera castigada que era casi siempre). Fuí hasta la cafetería fijándome por el camino en un grupo de chavales, mas o menos de mi edad, bastante tranquilos, sin armar jaleo, pero se les veía contentos. Me cayeron bien sin conocerles. Llegué hasta la barra, me pedí el café y me dispuse a disfrutarlo imaginándome de camino a Turquía en el Orient Express. Había varios clientes sentados, todos muy relajados y solitarios, con sus tazas o copas, leyendo panfletos, periódicos, o simplemente mirando por la ventana.

Ya estaba terminando cuando entró al bar una chica del grupo en el que me fijé antes. Se acercó a la barra y pidió 4 botellas de agua. No recuerdo cuanto le pidió el camarero, lo que si recuerdo perfectamente es que no le llegaba el dinero. Por unas 20 pesetas o así. El grupo era grande, 4 botellas de medio litro entre todos era poco. La chica se quedó un poco pillada, con esa expresión perdida que nos aparece cuando no se nos ocurre ninguna solución. Miró a su alrededor, a los clientes, que en ese preciso momento estaban haciendose los despistados, mirando atentamente hacia cualquier lado menos a ella. Cada uno a su bola.

Me miró, la miré…

– Cóbrame lo que le falta a mi – dije, muriéndome de vergüenza por dentro, por haberme metido donde nadie me llamaba. Por estar seguramente metiendo la pata ofreciendo mi ayuda cuando nadie me la había pedido.

– No hace falta.

– No pasa nada, cóbrame.

– Gracias.

Sin mas, me sonrió, recogió sus botellas de agua y se marchó. Y entonces fue como si todo el vagón restaurante hubiera despertado. Todos me miraban. Me sonreían. Te invito a un café – me dijo el vecino de la barra a mi derecha.

Ahí me terminé de hundir por la vergüenza, balbuceé un no, muchas gracias y me escabullí de vuelta a mi asiento, enterrando la cara completamente roja en un libro. No estaba acostumbrada a tanta atención.

Y hoy lo recuerdo. Malditos cabrones. Todos llevabais esa lucecita dentro. Todos los de la cafetería. Esa luz que hace que admiremos una buena acción y que nos despierta del letargo de nuestra indiferencia y egoismo. Por que os ha costado tanto mostrarla? Tuvo que ser una cria la que ayudó a alguien en apuros para que reunierais el valor de enseñar lo buena gente que sois por dentro. Ese valor que parece que no hace falta para hacer una cabronada, hablar mal de alguien a su espalda, o hacerse los indiferentes ante una desgracia ajena, por mínima que sea.

Y no, no me estoy echando flores. Yo también tengo cadaveres arrojados a la cuneta de mi camino. La de veces que me hice la indiferente y pasé de largo cuando tenía que haberme parado. Y la vergüenza de recordarlo después.

 

Cuanto valor hace falta para ayudar…

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